Cada día, entre el 22 de abril de 2003 y el 10 de noviembre de 2004; vale decir, durante exactas 568 jornadas, la fotógrafa Mara Santibáñez obturó su cámara a las cinco en punto de la tarde desde la ventana de su taller, en Quinta Normal, para registrar el mismo encuadre, el mismo paisaje. A primera vista, según consta en una crónica sobre la exposición publicada en Las Ultimas Noticias, “un basurero, partes de tres árboles, una porción de pasto, fragmentos de una reja y de construcciones cercanas”.
Lo de la fotógrafa, más que una obsesión, fue un gesto artístico, una enorme reflexión sobre el transcurso del tiempo y el espacio. La cámara se mantuvo siempre fija en la ventana, junto a un reloj que le indicaba el momento justo en que ella debía obturar. Por supuesto, aunque en apariencia se trate de la misma foto repetida hasta el cansancio durante más de un año y medio, la imagen nunca fue idénticamente igual a cualquier toma anterior, siempre conservó alguna particularidad.
Los elementos básicos se mantuvieron, pero las cuatro estaciones y el azar hicieron el resto del trabajo: cambió la luz, el otoño arrastró las hojas, la primavera trajo flores, el verano invitó a jugar a la pelota y no faltaron en el día a día parejas de enamorados ni perros de paseo ni caminantes sin rumbo. La vida misma.
El importante tiempo invertido por Mara Santibáñez en registrar la escena de un ínfimo pedazo de parque es inversamente proporcional al escaso interés que solemos dedicar a registrar nuestros movimientos cotidianos. Es bien probable que el ritual de Mara sea calificado por aquellas mentes puramente utilitarias como una gran pérdida de tiempo, como un trabajo sin sentido. Yo, por el contrario, sin conocerla ni haber hablado jamás con ella sobre el espíritu ni el propósito de su trabajo, me saco el sombrero y me rindo ante su magnífica obsesión y la belleza de su muestra y sobre todo de su gesto: ser una espía inocente y mostrarnos a través de sus fotografías un espejo de nuestra vida cotidiana y de lo que sucede en una pequeña porción de ciudad durante un tiempo determinado.
Mara Santibáñez ve a diario lo que nosotros dejamos de ver todo el tiempo: la luz, por ejemplo. O las caras de las personas con las que nos cruzamos atropelladamente en el día a día. Mara detiene el tiempo, por un instante, para dejar registro de aquello que nunca volverá a ser lo mismo aunque las apariencias digan lo contrario. Esa conciencia, esa lucidez, esa energía entrañablemente ociosa y creativa aporta oxígeno y es la que a ratos salva el ahogo de la monotonía y la repetición.
Un destello, o la frase de un libro, o una sombra fugaz en alguna de las fotografías de Mara Santibáñez: eso es, a veces, todo lo que necesitamos para ser conscientes de que estamos vivos, de que el tiempo nunca deja de pasar, de que en cualquier momento ocurrirá algo nuevo, algo inesperado, una sorpresa que nos recordará que aún no somos definitivos, que aún respiramos, que todavía queda tiempo para vivir.
Ensayo pertenecientes al libro “Crónicas Ociosas”, Editorial El mercurio – Aguilar.
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